El gusto, o percepción gustativa, es uno de nuestros sentidos básicos. Nos indica desde la primera infancia lo que es comestible y lo que no, lo que es bueno para nuestro organismo y lo que puede ser potencialmente peligroso. Teniendo en cuenta lo importante que es el sentido del gusto para nosotros, es sorprendente lo poco que sabemos sobre los mecanismos neurológicos subyacentes que producen la sensación del gusto.
El gusto se basa en la detección de ciertas moléculas en los alimentos. El reconocimiento químico de estas moléculas en nuestra lengua genera una señal que se envía al cerebro y se procesa allí. Las señales procesadas nos dan ciertas ideas sobre el tipo de alimento al que nos enfrentamos y nos permiten tomar ciertas decisiones y modificar nuestro comportamiento en consecuencia. Por ejemplo, el dulzor se asocia típicamente con alimentos muy calóricos y atractivos, mientras que el amargor podría señalar peligro, ya que muchas toxinas se asocian a este sabor.
Las papilas gustativas realizan la primera parte de la tarea: el reconocimiento y la generación de la señal. Esta parte está relativamente bien estudiada. Sabemos que nuestra lengua contiene cinco tipos de receptores gustativos que registran lo dulce, lo salado, lo amargo, lo ácido y el umami (sabor salado o cárnico). Las sustancias químicas interactúan con los receptores para generar señales que se envían al cerebro. Los azúcares son reconocidos por los receptores de lo dulce, los iones de sodio por los receptores de lo salado, los ácidos por los receptores de lo ácido. El glutamato, componente de la carne y de muchos otros alimentos ricos en proteínas, activa los receptores del umami. El amargo es el más sensible de todos los sabores y puede producirse por la interacción de una variedad de ligandos «amargos», como algunos péptidos, con los receptores específicos.
La segunda parte del proceso de percepción gustativa, el procesamiento de la señal, se entiende mucho menos, y muchos estudios de investigación en estos días tienen como objetivo averiguar cómo nuestro cerebro genera la enorme variedad y complejidad de los sabores utilizando sólo unos pocos receptores gustativos básicos.
Hasta hace poco, dos grandes escuelas de pensamiento dominaban el área de la neurociencia que se ocupa de la percepción del gusto. Algunos investigadores creían que las señales de los diferentes receptores se dirigían a partes diferentes, aunque interconectadas, del cerebro. Otros neurocientíficos creían que todas las señales de cada receptor del gusto terminan en el mismo centro, facilitando así la creación del sabor específico de los alimentos que podemos reconocer.
Los datos de las investigaciones actuales han cambiado la opinión de la comunidad científica a favor de la primera hipótesis. Resultó que las neuronas ganglionares, conectadas a las células receptoras del gusto, tienen claras preferencias gustativas, y para cada tipo de receptor hay células dedicadas en el cerebro que reciben información de las papilas gustativas.
Esto, sin embargo, es sólo una parte de la historia: el gusto que sentimos no se forma exclusivamente a partir de la información recibida de las papilas gustativas. El olor de los alimentos -detectado por el epitelio olfativo de la nariz- es otro factor que contribuye y que, evidentemente, actúa conjuntamente con el sabor percibido en la boca.
Además, los mecanorreceptores nos ayudan a percibir la textura de los alimentos, mientras que las sensaciones químicas -a través de los receptores del dolor, el tacto y la percepción térmica- nos proporcionan la capacidad de sentir el picor de la guindilla o el frescor del mentol. También parece que los cinco tipos básicos de receptores gustativos no son necesariamente los únicos que tenemos. Al menos en los experimentos con animales se ha demostrado que existen procesos de reconocimiento específicos para los alimentos ricos en calcio y para las grasas. Todas estas señales tienen que ser integradas de alguna manera por el cerebro para obtener la sensación de sabor que sentimos. Los detalles de este proceso siguen siendo muy poco claros.
La cuestión de cómo se genera el gusto en el cerebro no es totalmente académica. Es bien sabido que el gusto y el apetito están relacionados. Sin embargo, a medida que envejecemos, el número de receptores del gusto en nuestra lengua disminuye rápidamente. A los 20 años ya tenemos sólo la mitad del número de receptores gustativos que teníamos en la infancia, y la disminución continúa con la edad avanzada. Como resultado, muchas personas mayores tienen el sentido del gusto muy reducido, lo que provoca la falta de interés por la comida, la disminución del apetito y la pérdida de peso corporal. Esto último contribuye además a la fragilidad general y al empeoramiento de la salud.
En la actualidad, los científicos no conocen ningún mecanismo que ayude a restaurar las papilas gustativas. Sin embargo, si entendemos cómo se procesan las señales neuronales de los receptores gustativos, podríamos encontrar una forma de potenciar estas señales mediante intervenciones farmacéuticas y así ayudar a las personas que sufren la pérdida de la sensación gustativa. Por otra parte, la reducción de la intensidad del gusto puede ayudar a reducir el apetito y evitar así que las personas con sobrepeso consuman cantidades excesivas de comida. Las investigaciones futuras sobre los mecanismos de la percepción del gusto podrían ser decisivas para abordar una serie de trastornos alimentarios que se están haciendo tan comunes en estos días.
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Imagen vía Maryna Pleshkun / .